También tenemos ranas y sapos por nuestras estepas y secarrales.
Es el caso del sapo de espuelas (Pelobates cultripes), cuyos renacuajos son tan grandes que casi parecen peces. Su gran voracidad hasta hace que algún avispado ahorrador los utilice para limpiar de algas las piscinas.
En los periodos de sequía estos sapos se entierran en el fondo de las charcas esperando que llegue otra vez la lluvia. A veces tarda años en hacerlo, no quedando rastro de agua ni de vida acuática asociada; así que cuando de nuevo la charca se llena de agua, los sapos se desentierran para aprovechar el breve lapso de tiempo de inundación antes de que vuelva otra vez la sequía.
La memoria es corta, de repente en medio de la nada aparece una charca llena de sapos, ya nadie se acuerda de que allí hubo vida. Ni nadie se plantea el que pudiesen haber estado enterrados tantos años. Esto nos lleva a la creencia de que han llovido ranas, o que han recorrido numerosos kilómetros durante la noche desde el punto de agua más cercano, o que las dejó caer un hidroavión apagando un incendio.
Los que recuerden las plagas bíblicas de Egipto del catecismo de su juventud aquí tienen la laica respuesta.
De renacuajo sólo tiene el nombre
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